lunes, 31 de marzo de 2008


Según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española terrorismo en su primera acepción es “la forma violenta de política, mediante la cual se persigue la destrucción del orden establecido o la creación de un clima de terror e inseguridad, susceptible de intimidar a los adversarios o a la población en general”. El segundo significado es “la sucesión de actos de violencia ejecutados para infundir terror”. El mismo instrumento académico vincula el concepto de terrorismo con los adjetivos “espantoso, terrible, horrible, temible, horripilante, aterrador, pavoroso, espeluznante, apocalíptico”. Basta con revisar –por enésima vez- el comportamiento de los medios, antes, durante y después del golpe de Estado y el sabotaje petrolero del 2002-2003, incluyendo las llamadas guarimbas, para verificar que se trató de “una sucesión de actos de violencia ejecutados para infundir terror”. ¿No fue horrible, espantoso, horripilante, terrible, aterrador, pavoroso o espeluznante ver en primera plana de El Nuevo País el cadáver calcinado de Danilo Anderson? ¿No se consumó acaso la destrucción del orden establecido en abril del 2002? ¿No se manifestó el terror en quienes pusieron cadenas en las puertas de sus edificios e hicieron vigilias para evitar el supuesto ataque de los chavistas asesinos? ¿O es que ya no nos acordamos del aceite caliente que prepararon los aterrorizados escuálidos? Y sólo tengo espacio en este texto para citar algunos casos como ejemplo, pero podríamos escribir páginas y páginas sobre los titulares de prensa y noticias audiovisuales que han generado compras compulsivas en la población víctima de este pánico inducido. Primera revisión.

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